Por Antonio Caballero
No es en los países consumidores, sino en los productores, como Colombia, en donde se ven las consecuencias más nefastas de ese gran negocio que es la prohibición.
De cabo a rabo, el problema y el negocio de las drogas prohibidas son una invención norteamericana. El pueblo de Estados Unidos, a través de la influencia cultural de sus músicos, de su cine, de sus estudiantes universitarios, de sus soldados, de sus ejecutivos de Wall Street y de Madison Avenue, esparció por el mundo entero el hábito masivo del consumo de drogas (heroína, cocaína, marihuana, LSD, drogas 'de diseño'): todo empezó con la guerra de Vietnam y su contrafenómeno, la cultura hippie. Y a continuación los gobiernos de Estados Unidos, de Richard Nixon en adelante, a través de su influencia política, económica y militar, prohibieron ese mismo consumo en todo el mundo. Con lo cual convirtieron el negocio de la producción y distribución de las drogas prohibidas en el más rentable del mundo.
Por ser ilegal, por estar prohibido, cayó inevitablemente en manos de las mafias criminales. Las cuales, aunque asombrosa o milagrosa o sospechosamente no son perseguidas dentro del territorio mismo de Estados Unidos (¿ha oído alguien hablar de algún cartel californiano o tejano o neoyorquino), han destruido físicamente y corrompido moralmente los países productores de las drogas consumidas por Estados Unidos y prohibidas por Estados Unidos. Dejando por fuera el opio asiático o el haschish africano, y otras más, voy a referirme aquí solo a la coca y la marihuana cultivadas en América del Sur y exportadas a Estados Unidos a través de América Central y las islas del Caribe, y México, en donde los carteles que manejan el tráfico han conseguido corromper hasta los tuétanos a sus sociedades respectivas -Policía, iglesias, ejércitos, políticos, periodistas, jueces, deportistas-. Pero aunque una parte de las ganancias que genera el negocio van a esos carteles, el grueso del dinero (calculado en 300.000 millones de dólares al año) se queda en los bancos de Estados Unidos. Y es conocido como 'la plata de bolsillo de Wall Street'. El negocio está allá.
Y hay que sumarle las arandelas, también de origen norteamericano y para beneficio de traficantes norteamericanos, tanto ilegales como legales: los vendedores de armas, los proveedores de los insumos químicos llamados 'precursores' para la refinación de las drogas, los vendedores de los fumigantes que están obligados a comprar los gobiernos de los países productores de drogas para destruir sus cultivos, los vendedores de los aviones fumigadores, las empresas que alquilan a los pilotos de esos aviones de fumigación, que debieran llamarse mercenarios pero se llaman, respetuosamente, 'contratistas'. Y, por supuesto, el gran beneficiario del tinglado, que es el propio gobierno de Estados Unidos. En su propio territorio no castiga sino al eslabón más débil de la cadena de la droga: el de los consumidores, de los cuales hay 5 millones presos (y siguen consumiendo drogas prohibidas en sus cárceles). Pero por fuera el pretexto de la guerra contra las drogas le da unos cuantos pretextos adicionales para el intervencionismo militar y político. Las 'descalificaciones' son un ejemplo. Y llevadas a su extremo se vieron en la invasión y bombardeo de Panamá para coger preso a su gobernante, Manuel Antonio Noriega, agente de la CIA norteamericana bajo la dirección de George Bush (padre), quien a continuación se convirtió en presidente de Estados Unidos mientras Noriega pasaba a cumplir 25 años de cárcel (más unos cuantos que le faltan en Panamá y en Francia).
Pobre general Noriega. Pero eso sí: ¿quién le manda haberse puesto al servicio del gobierno de Estados Unidos? Hubiera debido mirarse en el espejo del Sha de Irán, el cual, abandonado por su poderoso aliado, como lo han sido todos, buscó refugio en vano en Panamá. Pobre Sha. Pero, ¿quién le manda?
Todas estas consecuencias nefastas de la prohibición de las drogas saltaban a la vista desde el primer momento, desde hace 40 años, cuando Nixon. O aun desde hace 100, cuando la conferencia de Shanghái convocada por otro presidente norteamericano, Teodoro Roosevelt, quien por entonces no tenía todavía el poder suficiente para imponer su voluntad al universo (solo a Panamá). Muchos hicimos entonces -hace 40, aunque no hace 100 años- la advertencia de la obviedad: periodistas, académicos. Como decía aquí mismo hace unas cuantas semanas, gente sin peso. Políticos, ninguno. Y no solo en esta América Latina, patio de atrás o estercolero de Estados Unidos, sino en Europa o en Asia. Solo al cabo de mucho tiempo, y en vista de las consecuencias sociales cada día más catastróficas del consumo ilegal de las drogas -marginados, presos, enfermos-, algunos gobiernos europeos se atrevieron a desafiar la prohibición despenalizando la distribución al por menor y el consumo personal: Holanda, Portugal, un barrio de Ginebra en Suiza. Con éxito: disminuyeron las muertes de adictos por las llamadas 'sobredosis' (que son en realidad efecto de las drogas ilícitas adulteradas), disminuyeron los contagios de enfermedades como el sida o la hepatitis, disminuyó el consumo. (Y, claro, los presos). Disminuyó el negocio.
Pero no es en los países consumidores, como son los europeos, sino en los productores, como Colombia, o de tránsito obligado, como México, en donde se ven las consecuencias más nefastas de ese gran negocio de Estados Unidos que es la prohibición de las drogas, que garantiza su rentabilidad desaforada. Y lo novedoso es que estos países siervos, como en la célebre Rebelión en la granja de George Orwell, están empezando a protestar.
(Se acabó esta columna. Seguiré la semana que viene).
Rebelión en la granja (I y II)
Las ovejas del rebaño latinoamericano se atreven por fin a levantarles la voz a sus pastores del norte. Guardadas proporciones, no se veía nada así desde la ya remota revolución cubana.
Sábado 24 Marzo 2012
Decía aquí la semana pasada que estos países de América Latina, tradicionalmente serviles ante los Estados Unidos, están empezando a protestar contra la imposición de su política prohibicionista relativa a las drogas, que los corrompe, los destruye y financia todas sus violencias internas. Durante 40 años los sucesivos gobernantes de estos países no se quejaron. Sus países y sus pueblos pagaban las consecuencias, por ello, los gobernantes gozaban del respaldo norteamericano para conservar el poder. En armas, o en ayuda económica, o al menos en el importante aspecto de no promover derrocamientos, golpes o accidentes de avión. Solo en tiempos recientes algunos presidentes ya en retiro -Gaviria, de Colombia; Cardoso, de Brasil; Zedillo, de México- se atrevieron a poner tímidamente en cuestión la sensatez de una política antidrogas que multiplica el número de consumidores y fortalece a los traficantes: una política evidentemente contraproducente. Ni siquiera el venezolano Hugo Chávez, tan crítico del Imperio, había osado decirlo. Pues aunque hace ya varios años expulsó de Venezuela a la DEA, acusándola -posiblemente con razón- de ser una organización narcotraficante, nunca ha propuesto una política distinta de la prohibicionista. Y solo ahora, y curiosamente por iniciativa del presidente del país más arrodillado ante los Estados Unidos, es decir, el de Colombia, gobernantes en ejercicio plantean de frente la necesidad de cambiar de política.
Tras la iniciativa de Juan Manuel Santos, que soltó como al desgaire en una entrevista con la prensa inglesa, otros presidentes se atrevieron a seguir su ejemplo -el de Guatemala, el de Honduras-. Y ahora quieren llevar la discusión a la Cumbre de las Américas que debe celebrarse en Cartagena el mes que viene. Las ovejas del rebaño latinoamericano se atreven por fin a levantarles la voz a sus pastores del norte. Guardadas proporciones, no se veía nada así desde la ya remota revolución cubana.
En el primer momento los pastores respondieron con desdén. Un funcionario de cuarta categoría, subsecretario asistente de información del Departamento de Estado, manifestó que su gobierno no pensaba cambiar nunca su política de prohibición. Pero luego intervino el vicepresidente Joe Biden, quien en visita central a América Central aceptó que "comprende la frustración en la región por las dimensiones que el problema de las drogas ha tomado". Pocos días después la mismísima secretaria de Estado, Hillary Clinton, anunció que en la Cumbre de Cartagena "respondería a las inquietudes" de sus aliados. Y uno de sus subordinados, coordinador del Departamento de Estado para esa reunión, dejó escapar algo inaudito: que aunque su gobierno se opone a la despenalización, no se opone a que otros la hagan. En dos palabras: que no habrá represalias.
El problema, sin embargo, sigue estando en los Estados Unidos. Es su ingente mercado de consumidores, y no el pequeño -aunque ya preocupante- micromercado de los países productores o de tránsito, el que mantiene el inmenso negocio y alimenta a sus mafias. Y es muy poco probable que, aunque haya aceptado hablar del tema, el gobierno de Obama vaya a anunciar un cambio de política en un año electoral como es este. De modo que la iniciativa debe seguir viniendo de los gobernantes latinoamericanos, quienes deben exigir en Cartagena las explicaciones prometidas por Clinton. Explicaciones. Y no solo, como en estos 40 años, plata de bolsillo.
Tomado de: Semana.com
Enlaces del artículo en semana.com:
http://www.semana.com/opinion/rebelion-granja/173890-3.aspx
http://www.semana.com/opinion/rebelion-granja-ii/174307-3.aspx