Opinión

Titula El Tiempo: “Quedan menos de 100 propiedades públicas”. Solo faltan por privatizar 100 empresas del Estado colombiano, pero pronto será cosa hecha. A Ecopetrol, la más valiosa, ya empezaron a venderla por tajadas. Las que faltan figuran en un “Plan de Enajenación” (literalmente: un Plan de Locura) que el ministro de Hacienda remitirá al Congreso el 29 de febrero de esta año bisiesto. Y se irán todas a menosprecio por ese caño como se acaba de ir Isagén y se fueron Carbocol y los Seguros Sociales, y Cerro Matoso y el Banco Central Hipotecario, y Colpuertos, y los aeropuertos, y los Ferrocarriles Nacionales, y la Flota Mercante, y van a irse la Universidad Nacional hoy casi en ruinas y el teatro hoy ya cerrado de la Media Torta.

Desde el punto de vista ideológico no hay acuerdo posible, y casi ni discusión siquiera, entre los neoliberales partidarios de la enajenación y los intervencionistas partidarios de la propiedad estatal, porque en ninguno de los dos casos la práctica es congruente con la teoría. Pero la piedra de toque de la eficiencia, que parece tan objetiva, es tan fantasiosa en la práctica como la prueba ideológica. Porque no es cierto que sea más eficiente la administración privada de una empresa, ni menos corrupta, que la administración pública. Ni viceversa. En estos días lo ilustra bien el escandaloso caso de la Refinería de Cartagena: tan mal manejaron la empresa sus dueños estatales de Ecopetrol como sus socios y contratistas privados de las multinacionales Glencore y CB&I. Ineficientemente: lo demuestran las cifras de los sobrecostos, desde los andamios hasta los intereses de la deuda. Ecopetrol es una empresa pública muy mal manejada por sus gerentes nombrados y pagados por los gobiernos, por sus juntas directivas que no sabían que Reficar existía, por sus ministros de Minas y de Hacienda que tras enterarse por la prensa de cómo se habían evaporado 8.000 millones de dólares a sus espaldas ahora van a ahorrar viajando en clase turista. Pero no son mejores las petroleras privadas. Piensen en Pacific Rubiales, que gastó fortunas en publicidad antes de tener que cambiarse subrepticiamente de nombre (por el de PE&P), como hay delincuentes que se cambian de cara en un quirófano para no ser reconocidos. O miren un titular de El Espectador de hoy jueves, cuando escribo: “Los líos de Santa María Petroleum”. No hay duda de que para salir de ellos demandará al Estado colombiano. Y tampoco hay duda de que el Estado colombiano perderá el pleito. ¿Acaso han visto ustedes que haya ganado alguno?

Me dirán que ese es otro tema: el de la corrupción de la justicia. Sí, pero es el mismo tema: el de la privatización de la justicia. Está privatizada ya, en la práctica, de manera informal: cada juez de circuito o cada magistrado de las altas cortes maneja su propio chuzo como los vendedores ambulantes administran su pedazo de esquina. Pero su estructura real (por detrás de la institucional) es cada vez más cartelizada y mafiosa: pronto estará privatizada no solo de hecho, sino también de derecho, por el atajo de la politización. Por eso se ha convertido en una justicia que solo les sirve a sus dueños, que la venden o la alquilan, y a quienes tienen con qué comprarla o alquilarla. Y es por eso que todos los procesos se cierran con una preclusión. Si se llega a la cárcel, también la cárcel está privatizada por los guardianes del Inpec, que son sus verdaderos dueños: los que venden el derecho a tener un celular o un colchón, a introducir una pistola o una puta. Privatización, también en esto, informal: no existen en Colombia todavía cárceles de administración privada, como las hay en los Estados Unidos, pero las habrá pronto porque la proliferación desbordada del delito garantiza el negocio del castigo: una cárcel es como un hotel que vive de que haya muchos clientes. Con la Policía sustituida por las empresas de seguridad sucede lo mismo, y también con el Ejército. En ese campo Colombia ha sido pionera: mucho antes de que los Estados Unidos, en los años de Bush y Cheney, les confiaran sus guerras a los mercenarios de las empresas privadas Halliburton y Blackwater ya en Colombia se habían inventado los ejércitos privados de los paramilitares (hoy reconvertidos en Bacrim: bandas criminales. Como si no lo fueran también antes de su cambio de nombre) para cumplir las funciones de las Fuerzas Armadas institucionales.

En esta orgía de privatizaciones de todos los bienes o servicios públicos imaginables solo hay dos excepciones, que se refieren (curiosamente, o reveladoramente) a dos negocios que no se pueden considerar de verdad bienes o servicios, pero que sí siguen siendo públicos. En un artículo de prensa los señala un político retirado, el exministro y exalcalde Jaime Castro: las licoreras y las loterías. A pesar de que –o más bien a causa de que– “son nidos de politiquería y de corrupción”, y sirven de “caja negra de financiación de campañas electorales”. Es decir: las licoreras y las loterías no se privatizan porque ya están privatizadas: son botín personal de los políticos profesionales.

Una propuesta revolucionaria (aunque no nueva: data de 1789): hay que desprivatizar el Estado.

 

Tomado de la Revista Semana Edición No. 1764 del 21 al 28 de febrero de 2016.